Había una vez una señora quien vivía
en una ciudad muy grande. La verdad es que ella no tenía idea de cuán grande
realmente era ya que nunca se había atrevido a ir muy lejos. Es más, por más
que haya querido llegar a los límites de aquella ciudad, era imposible para
ella porque solo andaba en bicicleta.
¡Cómo amaba su bici! Cuando se subía
en ella, se sentía la persona más libre del mundo. Acostumbraba andar por
calles y sendas desconocidas, a veces muy rápida y otras lentamente. Ella veía
como muchas personas, quienes habían comenzado andando en bicicleta como ella,
muy pronto andaban en otros vehículos más veloces y poderosos. Esto no le
molestaba.
Un día la llamaron por teléfono. La
citaban para una entrevista con el Jefe Supremo. Esto la sorprendió. “¿Qué ha
de querer el Jefe Supremo con una simple mujer como yo?” se preguntó. Subió a
su bici y pedaleando llegó al rato.
Le impactó la belleza de las
oficinas centrales del Jefe Supremo. Estaban situadas en el edificio más alto y
bello que había visto en toda su vida. Parecía ser hecho completamente de
cristal, pero al entrar por la puerta principal, descubrió que todos los pisos
estaban hechos de oro puro. Subió hasta el último piso del rascacielos
transparente.
Se encontró en un ascensor muy
lujoso. Al entrar en él, las puertas se cerraron y una voz muy amable la dijo
por el altavoz que ella estaba por encontrarse frente al Jefe Supremo. “Eso ya
lo sabía,” pensó ella. “Estoy aquí porque fui llamada a entrevista.” Grande fue
su sorpresa cuando la voz la dijo en respuesta, “Es cierto que fuiste llamada,
pero debes entender la importancia de esta entrevista. Además, si no lo deseas,
no serás obligada a hablar con Él.” A partir de ese momento hizo todo lo
posible para no pensar más.
Miró alrededor. El ascensor estaba
revestido de espejos desde el piso hasta el techo. No importa hacia donde ella
dirigía la mirada, veía su propio reflejo. Era imposible evitar ver sus arrugas
y las ojeras oscuras bajo sus ojos. “Los años no han pasado en vano.” Apenas lo
pensó la voz de nuevo se dirigió a ella, “No importa cuántos años pasen, para
el Jefe Supremo siempre serás preciosa.” Sin poder evitarlo, lágrimas se
juntaron en sus ojos. Había pasado mucho tiempo desde que alguien le había
dicho algo tierno. Ya no temía tanto el encuentro con el Jefe Supremo, pero
estaba muy intrigada del por qué alguien con tanto poder se molestaba en
decirle cosas tan lindas.
El elevador llegó al último piso y
se abrieron las puertas. La belleza del lugar la dejó sin aliento. Por todos
lados había enormes ventanales que dejaban ver un paisaje sin igual. A lo lejos
se podía contemplar las montañas del sur y el mar que titilaba en la luz del
día. Al Norte estaban los bosques verdes donde crecían todo tipo de frutas, y
al este podía verse el desierto de Jaryla que, a pesar de ser extremadamente
seco, vibraba con todo tipo de vida y producía gran riqueza de gemas. Estaba
observando esta preciosa escena cuando una mujer la llamó por su nombre. “¿Le
podría servir algo que tomar?” le preguntó amablemente. “No gracias, le
respondió. Solo quiero quedar mirando esta vista tan bella.”
La secretaria del Jefe Supremo
sonrió y la dijo, “Yo suelo quedarme mirando también. Todo lo que ves desde
aquí habla del poder del Jefe Supremo.” “¿Qué?” inquirió la señora. “¿Todo lo
hizo él?” “Si, definitivamente,” respondió la secretaria. “Hace muchos, muchos
años Él dividió las aguas, formó la tierra, puso las estrellas y el sol y la
luna en los cielos…y como si fuera poco, tomó un poco de tierra e hizo al
hombre.” “¿Y la mujer?” indagó con curiosidad la señora. “¿Qué hay de
nosotras¿” Sonrió la secretaria. “Al hombre le hizo caer en un sueño profundo y
tomó una de sus costillas. “De esa costilla hizo a la mujer.” La miró
sorprendida la mujer mayor. Cuando por fin juntó de nuevo la cordura y le
estaba por responder, sonó el timbre del intercomunicador. La secretaria fue
apresuradamente a su escritorio y levantó el auricular. “Sí, Señor. Ya le hago
pasar.” De repente la señora comenzó a temblar. Miró una vez más por la ventana
y se dijo, “Todo eso hizo él. Y ¿quiere hablar conmigo?”
Cuando la secretaria abrió la puerta
de las dependencias del Jefe Supremo, ella levantó un pie en un intento de
caminar pero encontró que sus piernas no le obedecían. Entonces se dio cuenta
cuánto temía ese encuentro. Casi dio la vuelta para correr, pero no podía
mover. Simplemente quedó ahí, clavada al piso. “Adelante, señora,” le sonrió.
Se acercó a ella y la tomó suavemente del brazo, ayudándola a pasar hacia
adentro. Una vez ahí, las puertas se cerraron lentamente sin hacer ruido.
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