lunes, 22 de abril de 2013

Mi Bici y Yo (Capítulo 3)




            A las corridas subió a su bici y pedaleó con todas sus fuerzas. Al llegar al portón siguió su camino sin mirar. Varios autos tuvieron que frenar bruscamente. Se escuchó una sinfonía de bocinazos y gritos, pero no le importó. Siguió su camino, con lágrimas fluyendo todavía por su cara. No sabía hacia dónde iba, pero cuando se dio cuenta ya estaba a unas cuadras de la playa.
            Suspiró profundamente. “Voy a sentarme un rato en la playa y escuchar las olas. Eso siempre me relaja,” decidió. Llegó enseguida a las blancas arenas. Observó con alivio que no había gente en la playa, a pesar de ser una noche hermosa. Recostó su bici por un poste de luz y caminó hacia el agua. Se sentó cerca de ella, y el bufar de las olas la calmó al instante.
            “¿Quién se cree?” se preguntó en voz baja. “Cómo si no fuera suficiente que sepa tanto de mi, ¡encima me quiere imponer lo que él quiere! Entregarle mi bici. ¡Ja! Es lo único que es mío, realmente mío.” Se quejaba en voz alta. En su corazón se revolvían un montón de emociones que ni ella entendía. Nunca nadie había tomado el tiempo para hablar con ella o mostrar semejante interés en su vida. Nunca le había pedido nadie algo tan difícil.
            Cuando ella quedó sola, había llegado a sentir que había perdido todo. Por eso valoraba tanto esa bici. Lo había ganado con mucho esfuerzo y era su orgullo. En todos los años que habían estado juntos, no le había lastimado ni abandonado. No la maltrataba y jamás se había sentido usada o abusada por su biciclo. Ella y esa bici habían recorrido toda la ciudad y seguía con ella, siempre. Lo sabía manejar con facilidad y  siempre tenía el control. Ahora el jefe Supremo, a quien había visto por primera vez en la vida, le estaba pidiendo dejar lo que más apreciaba ¿y por qué?
            Levantó repentinamente la cabeza y fijó la mirada a lo lejos, inmóvil. Perpleja, se preguntó “¿Por qué quiere  que deje mi bici?” Entonces recordó. Escuchó como eco en su cabeza las últimas palabras del Jefe Supremo: “Siempre voy a querer lo mejor para ti.” Quedó helada. “No es tanto que quiere sacarme lo que tengo. Quiere darme algo mejor.” Se recostó en la arena y quedó mirado las estrellas. “…Algo mejor…” repitió varias veces. Al final quedó dormida.
Soñó. Vio a sus padres en la casona donde había crecido. El sol brillaba tan fuerte que todo estaba muy iluminado, y sentía su calor sobre su piel. Se reían juntos sus padres, sus hermanos y ella cuando hubo el ruidazo de un choque y todo - su familia, la casa y la luz - desapareció. Fue reemplazado por la oscuridad total. Sintió miedo y allí, dormida sobre la arena, se sacudió su cuerpo. En su sueño se dio cuenta que las tinieblas en las que se encontraba de a poco se disipaban, a medida que una luz se hacía cada vez más fuerte. De nuevo comenzó a sentir calor rodearla. Repentinamente estaba parada en el altar, vestida de novia, frente a un hombre sin rostro. Él se dio la vuelta momentáneamente, dándole la espalda. Cuando volvió a mirarle tenía una enorme boca que se abría más y más hasta ser más grande que ella. Se dio cuanta que le quería devorar, entonces comenzó a correr gritando. Su largo vestido y tacos impedían que avanzara y vio que la boca le alcanzaba, cuando una luz fuerte la rodeó. Con un susto se despertó y de golpe se sentó en la arena. 

Lágrimas corrían por su rostro. Vio que los primeros rayos del alba se asomaban sobre las aguas. Observó como los colores del cielo iban cambiando y pensó en la luz y el calor que le había rodeado en su sueño.  “…Algo mejor…” repitió de nuevo.

De un salto se puso de pie. Le costaba creer que había pasado toda la noche en la playa. Se subió a su bici y comenzó a pedalear. Parecía lo correcto ir a las oficinas del jefe Supremo, aunque no entendía por qué no volvía a su casa. Con cabello levantado y ropas arrugadas, el sabor de la boca seca y sucia y la cara sin lavar, ella sabía sin lugar a duda de que él la iba a recibir con una sonrisa.
            Llegó una vez más a la entrada al rascacielos y levantó la vista. Ansiaba estar ahí. Anhelaba verle de nuevo. El ascensor la llevó rápidamente hasta el último piso, pero nada le podría haber preparado para lo que sucedió a continuación. Al quedarse quieto el ascensor, se abrieron las puertas y ella salió. Solo llegó a tomar un paso hacia la oficina, porque la rodearon brazos fuertes y una voz conocida la dijo al oído, “Te he estado esperando, hija mía.”
            Ella no sabía si llorar o reír, ¡entonces hizo ambas cosas! De su boca se derramaron explicaciones que se juntaron en el apuro: “Fui de aquí tan enojada…no sabía a dónde ir…me di cuenta…playa…te sentí ahí, protegiéndome…¿estabas ahí?...desperté, y supe…” Él se reía de su incontenible entusiasmo. “¿Qué supiste, hija?” le preguntó. Tragó ella su saliva y habló con firmeza. “Supe que si no te tengo a ti, nada importa. Entendí que mi bici, es solo una bici. No lo es todo, y no lo necesito tanto. Pero te tengo que decir que nunca, nunca en mi vida me sentí tan amada que cuando estuve ayer aquí contigo. Tantos años estuve sola, encerrada en mí misma. No quería soltar nada, pero ahora sé que nada es  realmente mío y que solo buscas mi bien. Quiero conocerte, quiero lo que tienes para mí."
            La sonrisa del Jefe Supremo iluminó su rostro. Parecía haber quedado opacado el sol. Ya estaban dentro de la oficina espaciosa. Se sentaron en os sillones y se sonrieron. Era el turno de hablar del Jefe Supremo. “Yo sé que te costó lo que ayer te dije. Sin embargo, sé también que has madurado y tomado la mejor decisión. Deseo con todo mi corazón ir enseñándote muchas cosas. Esa bici, lo ganaste con mucho esfuerzo, yo lo sé porque lo vi. Pero lo que te quiero dar, no hace falta que lo ganes.” “¿Cómo?” preguntó ella, perpleja. Sonrió el Jefe Supremo y continuó, “Todo lo que tengo para darte es tuyo. Siempre lo fue. Todo tiene tu nombre puesto, porque lo hice especialmente para ti.” Acercó su rostro a la de ella. “Te lo voy a dar porque te amo.” Fue instantáneo. Los brazos de ella le rodearon el cuello y se quedó pegada a él por un buen rato.
            Fundidos en el abrazo, él la siguió hablando, “Durante tanto tiempo has andado en bici, cuando tengo un jet privado con tu nombre.” Los dos rompieron en risa. “¿Un jet? ¡Un jet!” exclamó ella. “Si,” le respondió, “y mucho más. Déjame sorprenderte. Una sola cosa te pido: que te mantengas cerca de mí.”  Ella le miró fijamente a los ojos un momento y luego de nuevo tiró sus brazos alrededor de él. Con una voz tierna le susurró al oído: “Aunque no me dieras nada, no podría ir. No lo puedo explicar, pero te has vuelto el centro de mi vida.” Los rayos del sol irrumpieron a través de los grandes ventanales, iluminando a dos personas muy felices, tiernamente abrazadas.

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